CHAT GPT no nos convierte en zombis

Generalmente se contrapone al pensamiento prefabricado el exigente camino hacia la capacidad de pensar por uno mismo. Aunque tal habilidad, desconectada de sus contenidos, resulta tan enigmática como la “virtud dormitiva” de Molière y aunque la exhortación a pensar por uno mismo sea evidentemente una proposición contradictoria, el juicio a las nuevas tecnologías del conocimiento sigue oponiendo el pensamiento puro a la acumulación de datos.

Recuerdo que en el simposio inaugural de la BnF, en 1995, donde se debatía la cuestión de la digitalización de los libros, algunos investigadores curtidos defendían la idea de que nada vale más que el enfrentamiento solitario con los archivos en papel. Más trivialmente, cuando estuve en la escuela de formación de conservadores de biblioteca, poco después del 68, la gran línea divisoria se situaba entre los partidarios de la lectura pública, que abogaban por un acceso amplio y directo a los estantes, y aquellos que defendían un acceso restringido a las colecciones en función de las competencias y necesidades reales de los usuarios. Es decir, detrás de la autonomía del pensamiento, siempre está en juego el acceso, intelectual, social y políticamente. Jeremy Rifkin ya lo había visto claramente en “La era del acceso” (La Découverte, 2000).

Sin remontarnos a la invención de la escritura y luego de la imprenta, es bastante claro que el principal objetivo de las tecnologías del saber ha sido ampliar y simplificar el acceso a las producciones intelectuales, es decir, tanto a los contenidos como a las formas de pensamiento que los hicieron posibles. Esta ampliación del acceso, que el digital lleva aún más lejos, no tiene simplemente el efecto de poner a disposición de un mayor número una “masa” de datos brutos que habría que pensar por otro lado. De hecho, esta masa lleva consigo todo un saber hacer cognitivo del que solo se puede aprovechar enfrentándose a ella, pensando con ella y confiando en las capacidades cognitivas de las que cada uno está dotado.

Ciertamente, los algoritmos de Chat GPT pueden dar la impresión de introducir en los contenidos una dosis excesiva de pensamiento y de imponernos sesgos cognitivos, visiones del mundo insidiosas. Pero este riesgo es propio de todas las arquitecturas del saber. Las bibliotecas no eran menos insidiosas con sus modos de clasificación y promoción de los estándares del momento en función de las comunidades de connivencias intelectuales a las que se dirigían. La diferencia es que, por la asociación de datos, algoritmos y redes de discusión, la comunidad de comunidades de saber, aun siendo variopinta (fragmentada, diríamos algunos), es infinitamente más vasta, más horizontal y más interactiva, llevando a una reconfiguración continua de los marcos de pensamiento y la necesidad de una adaptación permanente. Una cosa parece segura: el impulso a conocer y participar en la producción de conocimientos nunca ha sido tan fuerte. Basta con echar un vistazo al florecimiento de creatividad en las redes sociales para constatar que el conocimiento se ha convertido en un deporte popular.

La tentación es grande de alarmarse ante una posible mutación antropológica que transformaría al ser humano en un zombi animado por las máquinas. Sería olvidar que los algoritmos no son más que nuestras proyecciones mentales y que nuestro universo mental, aunque se externalice en múltiples prótesis, sigue arraigado en los límites de nuestro cerebro de sapiens y en nuestra experiencia cotidiana. Siempre tendremos dificultades para calcular el precio de una pelota de tenis sabiendo que con la raqueta suma 110 euros y que esta cuesta 100 euros más que ella. Nuestras competencias cognitivas son más o menos equivalentes de un individuo a otro. Lo que marca la diferencia es el acceso a los recursos y su compartición. Por ello, conviene acoger a Chat GPT o cualquier otra herramienta del mismo tipo con entusiasmo y confianza en nosotros mismos.

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